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El cáncer, el envejecimiento y la COVID-19 grave se han relacionado con los daños causados por la inflamación. Ahora los científicos están cambiando su enfoque para encontrar nuevos medicamentos que puedan revolucionar los tratamientos.
Radiografía bilateral de las manos y las muñecas de un paciente de 54 años con artritis reumatoide. En la mano derecha (izquierda), hay artritis en las articulaciones de la muñeca. Hay una pérdida de espacio óseo y los huesos están empezando a fusionarse. En la mano izquierda (derecha), hay crecimientos óseos en las articulaciones del dedo izquierdo que causan inflamación. La artritis reumatoide es una enfermedad autoinmune degenerativa que afecta principalmente a la cápsula que rodea las articulaciones flexibles, causando una inflamación crónica. Puede ser una enfermedad debilitante y dolorosa y puede provocar deformidades y pérdida de funcionalidad y movilidad.FOTOGRAFÍA DE IMAGE BY ZEPHYR, SCIENCE SOURCE
Lauren Finney Harden, que creció en Atlanta (Georgia; Estados Unidos), siempre tuvo alergias. Pero después de mudarse a Nueva York para conseguir su primer trabajo en 2007, el panorama empeoró: las inflamaciones “simplemente explotaron” en todo su cuerpo.
“Tenía unas erupciones cutáneas de locura en todo el cuerpo y extraños problemas gastrointestinales. Tenía eructos masivos que me hacían sentir como si fuera a vomitar, pero sólo salía aire”, dice. Finalmente, le diagnosticaron lupus, una enfermedad en la que el sistema inmunitario ataca los tejidos y órganos del propio cuerpo. Le recetaron un fármaco llamado prednisona, un corticoesteroide que reduce la inflamación.
Pero la cura, a veces, es peor que la enfermedad. “Parecía estar embarazada de cuatro meses todo el tiempo”, dice Finney Harden, “y me salían herpes labiales cada dos semanas; mi cuerpo no podía combatir nada”.
La experiencia de Finney Harden es, por desgracia, muy común con los tratamientos autoinmunes tradicionales, como la prednisona. La prednisona, un inmunosupresor de amplio espectro, actúa desactivando la producción de moléculas proinflamatorias que son cruciales para que el cuerpo construya una defensa inmunitaria. Así que, aunque la prednisona (y los fármacos similares) son expertos en eliminar rápidamente la inflamación, dejan al cuerpo vulnerable a cualquier bacteria que encuentre, y pueden tener efectos secundarios tóxicos.
“No basta con detener la inflamación para que los tejidos vuelvan a su estado normal”, afirma Ruslan Medzhitov, profesor de inmunobiología de la Facultad de Medicina de Yale (en Estados Unidos). Este enfoque ignora la otra cara de la moneda de la inflamación: la resolución. La resolución de la inflamación es un proceso activo y muy coreografiado para reconstruir el tejido y eliminar las bacterias y células muertas. Cuando ese proceso se interrumpe, surgen las enfermedades inflamatorias.
A principios de la década de 2000, los investigadores empezaron a reconocer el papel de la inflamación en afecciones tan variadas como el Alzheimer, el cáncer, la diabetes y las enfermedades cardíacas, lo que les llevó a reformular la inflamación como la explicación unificadora de un enorme número de dolencias, incluidas las que desarrollamos al envejecer. Incluso el propio envejecimiento, y sus patologías asociadas, se debe a la inflamación crónica o persistente.
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“Hasta hace relativamente poco tiempo, creíamos que la inflamación se detenía sin más”, dice Molly Gilligan, residente de medicina interna de la Universidad de Columbia que estudia el impacto del sistema inmunitario en el desarrollo del cáncer. Los inmunólogos pensaban que los resultados de la inflamación (las moléculas que la desencadenan y las células y tejidos muertos) acababan metabolizándose o disipándose espontáneamente por sí solos.
La realidad es más complicada, y reconocerlo podría tener efectos que cambiarían la forma de tratar una amplia gama de enfermedades.
¿Por qué es peligrosa la inflamación?
La inflamación ha evolucionado para cumplir una función importante: elimina de nuestro cuerpo lo que no debería estar ahí, incluidos invasores extraños como las bacterias y los virus, las células tumorales y los agentes irritantes, como por ejemplo una astilla.
“Un ejemplo clásico de inicio de inflamación es la picadura de abeja: el lugar se calienta, se enrojece, se hincha y duele”, dice Derek Gilroy, profesor de inmunología del University College de Londres (Reino Unido). Esta respuesta se debe a una serie de cambios biológicos: los vasos sanguíneos se dilatan para llevar los glóbulos blancos al lugar de la lesión, lo que hace que los tejidos se vuelvan rojos. La zona de la picadura también se llena de líquido, provocando la hinchazón. Las moléculas que desencadenan estas transformaciones vasculares precipitan el picor, el dolor y la fiebre asociados a la inflamación.
Los glóbulos blancos, que son los primeros en responder, se reúnen y matan a los invasores. En circunstancias normales, el ataque se contiene y la respuesta inflamatoria inicial cede en 24 a 48 horas.
Sin embargo, cuando la inflamación se vuelve crónica, las armas químicas desplegadas por nuestras células inmunitarias suelen dañar los tejidos sanos, y nuestro cuerpo se convierte en un daño colateral. El precio a pagar incluye el desgaste de las articulaciones, el daño neuronal, cicatrices en los riñones, etc. Las enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide y el lupus, que se caracterizan por el dolor y el empeoramiento de la lesión, se asocian desde hace tiempo a la inflamación persistente.
En casos extremos, como las tormentas de citoquinas asociadas a la sepsis o a la COVID-19 grave, la inflamación puede destruir e inutilizar múltiples órganos, provocando un fallo catastrófico del sistema y la muerte.
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¿Qué ocurre después de la inflamación?
Medzhitov compara lo que sucede tras una infección con una tubería rota que haya inundado de agua una oficina. Arreglar la tubería puede impedir que entre el agua, pero no restablece la oficina a su estado funcional anterior. Del mismo modo, la inflamación tiene una fase de limpieza conocida como resolución, y esta se ejecuta en una serie de pasos altamente coordinados.
Al igual que sucede en el inicio de la inflamación, su resolución está orquestada por un ejército de moléculas de señalización. Entre las más estudiadas están los mediadores especializados pro-resolución, o SPM, que fueron descubiertos en la década de 1990 por Charles Serhan, profesor de anestesia de la Facultad de Medicina de Harvard (EE. UU.). Serhan se inspiró en su mentor postdoctoral, Bengt Samuelsson, que descubrió cómo unas moléculas grasas llamadas lípidos desencadenan la inflamación. Serhan buscaba moléculas similares cuando identificó la lipoxina. Pero para su sorpresa, en lugar de incitar la inflamación, la lipoxina parecía obstaculizarla.
En los años siguientes, Serhan y sus colegas identificaron otras SPM. Estas moléculas se derivan de los ácidos grasos esenciales, como los omega-3 que se encuentran en los peces de agua fría, como el salmón y las sardinas. Pero son difíciles de estudiar en el laboratorio. “Uno de los principales retos es que tienen vidas medias cortas, por lo que el cuerpo las metaboliza muy rápidamente”, afirma Gilligan. Por ello, los investigadores que trabajan con ellas suelen recurrir a versiones sintéticas de las moléculas, o miméticas, que son más sencillas, estables y baratas de producir.
Catherine Godson, catedrática de medicina molecular del University College de Dublín (Irlanda), lleva mucho tiempo interesada en la diabetes, dada su repercusión en la salud pública mundial por ser la causa más común de insuficiencia renal. Cuando se enteró de la existencia de los SPM, le entusiasmó la idea de fomentar su resolución para tratar a los diabéticos, una “población con un riesgo especialmente alto de infección”.
En los ratones con enfermedad renal diabética, la cicatrización de la inflamación renal destruye gradualmente el órgano. Su equipo está probando el potencial terapéutico de un mimético de la lipoxina en estos y otros modelos animales. También han estudiado el efecto del mimético en tejidos humanos en cultivos celulares de laboratorio tomados de pacientes con aterosclerosis, una enfermedad inflamatoria de la pared de los vasos sanguíneos. En ambos casos, los factores inflamatorios cayeron en picado cuando se introdujo el mimético; en el caso de los ratones, los riñones recuperaron su función en una asombrosa reversión de la enfermedad.
Gilroy señala, sin embargo, que la historia de los SPM está incompleta. “Aunque las lipoxinas están presentes en niveles del organismo que indican que son importantes en la resolución, otros SPM, como las resolvinas, requieren más evaluación”, afirma.
Manipulación de los macrófagos
Los científicos sospechan que una de las formas en que las lipoxinas y otras moléculas pro-resolución actúan es interactuando con las células inmunitarias llamadas macrófagos.
Como son tan abundantes durante la inflamación, tradicionalmente se ha pensado que los macrófagos son células proinflamatorias, dice Gerhard Krönke, inmunólogo y reumatólogo de la Universidad de Erlangen-Nüremberg (Alemania). “Pero un cambio de paradigma en la última década, más o menos, sugiere que los macrófagos son actores fundamentales en la resolución de la inflamación”.
Gilroy está de acuerdo y dice que los macrófagos son “células clave en la yuxtaposición de la inflamación y la resolución: pueden ir en una dirección si estamos sanos y en la otra si no lo estamos”.
Al principio, cuando el peligro que suponen los invasores está en su punto álgido, los macrófagos que acuden a la zona son inflamatorios: segregan citoquinas proinflamatorias y aumentan la producción de agentes antimicrobianos. Pero este equilibrio cambia cuando la marea de la confrontación cambia. Una vez que el número de virus disminuye, los restos que quedan (restos virales, células inmunitarias muertas y otros desechos) deben ser recogidos y eliminados antes de que desencadenen otro ciclo de inflamación. Es entonces cuando los macrófagos cambian de marcha.
Atraídos por las señales de “cómeme” expresadas en la superficie de las células moribundas, los macrófagos engullen y eliminan fácilmente los cadáveres celulares del entorno. Pero no se trata sólo de limpiar los restos: este acto también activa un interruptor genético, reprogramando los macrófagos para restaurar el equilibrio del sistema y sanar los tejidos.
Los macrófagos empiezan a producir factores que dicen al tejido local: “No reclutes más células inflamatorias aquí, o prolifera y comienza la reparación allí”, dice Kodi Ravichandran, inmunólogo de la Universidad de Washington en San Luis (Estados Unidos), cuya investigación se centra en cómo se eliminan las células muertas del cuerpo.
Eliminación de restos celulares
En la actualidad existe un consenso sobre el hecho de que muchas de las enfermedades atribuidas a la inflamación (tanto crónica como aguda) pueden deberse a un fallo de resolución. A menudo esto se traduce en un fallo en la eliminación de las células muertas.
“Si se eliminan los receptores de los macrófagos de los ratones que reconocen las células moribundas, por ejemplo, se vuelven incapaces de eliminarlas, lo que da lugar a una enfermedad parecida al lupus”, con síntomas como artritis y erupciones cutáneas, dice Krönke.
Un mecanismo similar funciona en las personas mayores, dice Gilroy. A medida que envejecemos, el cuerpo pierde una proteína que reconoce las células moribundas, lo que bloquea la capacidad de los macrófagos para encontrar y consumir los desechos. Encerrados en un estado proinflamatorio, estos macrófagos siguen produciendo moléculas que amplifican la respuesta inflamatoria desde el principio.
Tal vez la COVID-19 ha sido más grave en poblaciones de edad avanzada “porque han perdido algunas de las vías pro-resolución con la edad”, sugiere Luke O’Neill, inmunólogo del Trinity College de Dublín irlandés. Señala que la COVID-19 también ha sido problemática para las personas con diferencias genéticas que afectan a la función inmunitaria, dando lugar a respuestas inflamatorias hiperactivas o a respuestas pro-resolución poco activas. Su grupo, junto a otros, ha demostrado que los macrófagos preparados para la acción inflamatoria desempeñan un papel importante en los casos críticos de COVID-19, y actualmente están probando estrategias pro-resolución para combatir este efecto.
El curso del cáncer también se ve afectado cuando la inflamación no se resuelve. La sopa de toxinas, factores de crecimiento y otros subproductos inflamatorios que acompañan a la inflamación estimulan el crecimiento y la propagación del cáncer. Muchos tratamientos convencionales acaban agravando el problema, según Dipak Panigrahy, profesor adjunto de patología del Centro Médico Beth Israel Deaconess de Boston (Estados Unidos).
“La quimioterapia y la radiación son como mazos”, dice Panigrahy. “Puede que maten el tumor, pero los restos que crean estimulan la inflamación, que alimenta las células tumorales circulantes que sobreviven al tratamiento”.
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Hace una década, Panigrahy se preguntaba por este misterio cuando conoció a Serhan en una conferencia sobre lípidos en Cancún (México). “Acababa de presentar mi investigación sobre la muerte celular en el cáncer y la incapacidad de eliminar los restos resultantes cuando escuché la charla de Serhan sobre cómo había descubierto estos lípidos que eliminaban los restos”, dice. Desde entonces, los dos investigadores de Boston mantienen una estrecha colaboración.
En los experimentos de prueba de concepto realizados en ratones, el grupo de Panigrahy pudo evitar que los tumores reaparecieran después de la intervención quirúrgica al dosificar a los animales con miméticos de la resolvina, uno de los mediadores pro-resolución descubiertos en el laboratorio de Serhan. Este año comenzarán los ensayos clínicos de fase uno para los cánceres de páncreas, cerebro y colon, dice Panigrahy.
Inflamación y COVID larga
Aunque aún queda mucho trabajo para poder descifrar todos sus secretos, “la COVID larga probablemente sea el resultado de un fallo catastrófico de la respuesta inmunitaria adecuada y de su resolución”, sugiere Gilroy.
Meg St. Esprit forma parte de una gran cohorte de supervivientes de la COVID-19 que siguen sufriendo síntomas meses después de que el virus haya pasado. Ella y su familia contrajeron la enfermedad en noviembre de 2020. Durante siete días, esta madre de cuatro hijos en Pittsburgh, Pennsylvania (Estados Unidos), fue acosada por una fiebre alta y fuertes dolores de cabeza. Pronto le siguieron la fatiga, los vértigos y la niebla cerebral. Pero mientras su marido y sus hijos se recuperaban, los síntomas de St. Esprit persistieron y aparecieron otros nuevos.
Desde su ataque con COVID-19, ha desarrollado coágulos de sangre y miocarditis, peligrosas consecuencias de la inflamación. También es como si todo su cuerpo se hubiera vuelto loco. “Ahora, diferentes partes del cuerpo se inflaman con regularidad”, dice. “Las articulaciones de mi pulgar se hinchan al doble de su tamaño normal, mi rodilla se hincha como un pomelo y he tenido urticaria más veces de las que puedo contar”.
Así pues, los fármacos que modifican el proceso inflamatorio natural serían una poderosa herramienta en nuestro arsenal para la COVID de larga duración. La investigación está en marcha. O’Neill y sus colegas, por ejemplo, están probando moléculas en ensayos clínicos que empujan a los macrófagos a ser pro-resolutivos. Los SPM se están probando ampliamente en modelos animales de enfermedades como el cáncer y la sepsis, y más modestamente en pequeños ensayos con pacientes que estudian el eczema y la enfermedad periodontal.
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Pero Gilroy advierte de que la respuesta puede ser más matizada que la de antiinflamatorio o pro-resolución, y que pueden ser necesarios fármacos dirigidos a ambos enfoques.
“Es como conducir un coche a toda velocidad”, dice. “Para frenar, se quita el pie del acelerador, lo que sería como amortiguar el inicio de la inflamación. Y luego se aplican los frenos, es decir, se promueve su resolución”.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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