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Bernardo Arriaza / Ciencia e Innovación para el Futuro
Cuando pienso en la cultura Chinchorro, imagino pequeñas comunidades que habitaron hace miles de años la árida costa del desierto de Atacama, en lo que hoy es el norte de Chile y el sur del Perú. Fueron pescadores, cazadores y recolectores que desarrollaron una cosmovisión compleja, visible especialmente en sus sofisticadas prácticas funerarias. Las momias Chinchorro, creadas mediante un proceso de momificación artificial con arcilla, madera y fibras vegetales, son testimonio de una intención profunda por preservar a sus muertos, convirtiéndolos en verdaderas obras de arte.



Más de un siglo de investigación nos ha permitido aprender sobre este antiguo pueblo, pero aún queda mucho por descubrir. Para avanzar, se requiere pasión, ciencia, financiamiento y voluntad colectiva. Una línea reciente de estudio que lideramos es la del uso del manganeso: un mineral oscuro y llamativo que los Chinchorro empleaban para pintar a sus muertos. Aunque visualmente impactante, el manganeso es tóxico, y su presencia en cuerpos y entornos abre nuevas preguntas sobre la salud y las condiciones de vida de estas poblaciones.
Estudiar los efectos de minerales como el manganeso, el plomo o el arsénico en la vida cotidiana de estas comunidades antiguas nos permite reconstruir con más precisión su vínculo con el entorno. Comprender cómo afectaban su salud y qué significaban culturalmente es clave para una mirada más integral de su historia.
Pero el trabajo arqueológico no se trata solo de excavar y analizar restos: se trata de reconocer que la cultura Chinchorro es un patrimonio vivo. La declaración como Patrimonio Mundial de la Humanidad por la UNESCO en 2021 no solo es un motivo de orgullo, sino también un llamado urgente a proteger estos sitios frente a amenazas actuales como la expansión urbana, el vandalismo o la falta de educación patrimonial.
Arica, la ciudad donde vivo y trabajo, es un oasis lleno de historia. Muchas veces caminamos sobre vestigios arqueológicos sin saberlo. No podemos proteger todo, pero sí podemos crear un catastro riguroso y trabajar junto a instituciones del Estado para diseñar políticas públicas que aseguren su preservación. La participación de las comunidades locales es clave: el patrimonio no es solo del pasado, es también una herramienta de identidad y futuro.
Protegerlo requiere más que buenas intenciones. Se necesita educación continua, infraestructura, señalización, personal capacitado y fiscalización real. Cada sitio destruido es una pérdida irreparable de nuestra historia colectiva.
Hoy más que nunca, es nuestra responsabilidad transmitir este legado a las nuevas generaciones. La cultura Chinchorro no solo nos habla de un pueblo antiguo, sino también de nuestra relación con el ambiente, de cómo cuidarlo, y de cómo las culturas humanas siempre han sido parte activa del paisaje que las rodea.
Invito a autoridades, científicos, educadores y ciudadanos a sumarse a este esfuerzo común. Cuidar el pasado es entender quiénes somos y hacia dónde vamos. Solo así lograremos que el legado Chinchorro siga vivo, inspirándonos por muchos siglos más.

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